1950, Barrio viejo de
una vieja ciudad, humilde, de pequeñas y casi derruidas casas apoyadas unas
contra otras y debido a esto, todavía en
pie. Calles empedradas donde apenas alguna vez entra el sol y desde donde todos
los portales nos llega el olor a repollo o cualquier otro potaje o cocido impregnándolo
todo del olor familiar de estos pobres guisos, carentes de cualquier pedazo de
carne.
Después de subir los
escalones de madera sucios y roídos como
los dientes de algunos ancianos, entramos en una de esas viviendas de dos pequeñas piezas que no sobrepasan los 18
metros y donde se agolpan cuatro
chiquillos y los padres.
A la hora de dormir,
en tres pequeñas camas la familia se acopla en los colchones de paja o borra
como si fueran sardinas, unos cabeza arriba y otros con los pies en sus cabezas,
duermen vestidos con las ropas que han usado durante el día porque el frío es
inmenso y las mantas escasas, nada especial por aquellos días.
En una galería
rectangular que da al patio cuelgan ropas a secar que han sido lavadas con jabones fabricados por las mujeres con sosa y sebo,
la ropa apesta a sebo y además de tener un
dudoso color todas lucen grandes
parches, ya que cuando una sabana se rompe se
le cose un añadido y vuelta a empezar.
En ese patio de
vecinos algunas tardes la chiquillería se reúne a jugar con sus precarios
juguetes hechos de cualquier cosa, ya que un cartón, una cuerda, un trozo de
llanta de un coche o un tapón pone la imaginación de los niños a trabajar y
pronto aparece un juguete que les entretendrá mientras sus madres escuchan las
radio novelas, zurcen la ropa, sueltan los bajos de los vestidos y dan vuelta a
los puños y cuellos de las camisas. Son tiempos de penuria y todo escasea, hay
que avivar el ingenio y aún así cada día es un escollo inmenso que hay que
sortear y cuando este termina, otro y otros vendrán y serán igual de difíciles
terminarlos con algo comestible en el puchero.
Pocos niños acuden al
colegio y estos pocos son sacados muy jóvenes ya que tienen que aportar con su
trabajo a que la familia pueda sobrevivir. No obstante la vida sigue y la calle
(entonces sin apenas coches) también es el escenario de risas infantiles y de
numerosos juegos: la comba, la rayuela, el escondite, las chapas y por supuesto
los tebeos, ninguno de su propiedad ya que cuando hay unas perrillas en el
kiosco se pueden alquilar. Que fantasía ser por un rato el Capitán Trueno o una
maravillosa princesa besada por un príncipe recién llegado en su caballo
blanco.
Al llegar la noche en los días terriblemente calurosos del
verano los mayores y los críos sacan sus sillas a la calle, ya que no se puede
conciliar el sueño por el calor y allí sobre la acera se forma una tertulia
esperando que el transcurrir de la noche afloje ese inmenso calor y poder
volver a sus camas.
En esta vida precaria la solidaridad entres los vecinos,
hace que los innumerables problemas diarios se vayan solucionando con las
ayudas de unos a otros, todos conocen la vida de los demás y al final son una
gran familia, algunas veces bien avenida y otra no tanto.
La vida pasa y de este viejo barrio los más jóvenes se fueron yendo,
volaban a lo que ellos pensaban que era una vida mejor, una pequeña casa en los
extrarradios en bloques todos iguales y apretados como colmenas, pero que
contaban ya con un pequeño baño, todo un lujo que antes nadie o muy pocos se
podían permitir.
Los que quedaron, al
igual que sus casas se fueron haciendo más viejos, y viejos y casas fueron
cayendo, unos marchaban al cementerio y otras se desmoronaban y terminaban bajo
la piqueta.
Un fatídico día una de las casas más viejas cayó y con ella,
como fichas de dominó, todas las demás. Pronto entraron las excavadoras y los
especuladores allí y se levantaron grandes torres de hormigón a precios
carísimos, edificios impersonales para vecinos impersonales, gente que por
supuesto jamás llamaría a la puerta de al lado para pedir un poco de sal, ya no
se escucharán las radio novelas por la tarde en tertulia, ahora los vecinos no
se conocen, les molesta coincidir en el ascensor y las puertas blindadas
siempre son cerradas con varias cerraduras.
De este viejo barrio ya muy pocos se acuerdan, sus calles
llenas de coches no tienen nada que ver con aquellas empedradas por las que
apenas transitaba algún coche, por donde con gran regocijo de la chiquillería
llegaban a repartir la cerveza unos grandes carros tirados por dos enormes caballos percherones que en
su esfuerzo por subir la cuesta hacían saltar chispas de sus pezuñas.
Viejo barrio.