viernes, 2 de marzo de 2012

VIEJO BARRIO

1950, Barrio viejo de una vieja ciudad, humilde, de pequeñas y casi derruidas casas apoyadas unas contra otras y debido a esto, todavía  en pie. Calles empedradas donde apenas alguna vez entra el sol y desde donde todos los portales nos llega el olor a repollo o cualquier otro potaje o cocido impregnándolo todo del olor familiar de estos pobres guisos, carentes de cualquier pedazo de carne.

 Después de subir los escalones  de madera sucios y roídos como los dientes de algunos ancianos, entramos en una de esas viviendas de  dos pequeñas piezas que no sobrepasan los 18 metros y donde se agolpan  cuatro chiquillos y los padres.

 A la hora de dormir, en tres pequeñas camas la familia se acopla en los colchones de paja o borra como si fueran sardinas, unos cabeza arriba y otros con los pies en sus cabezas, duermen vestidos con las ropas que han usado durante el día porque el frío es inmenso y las mantas escasas, nada especial por aquellos días.

  En una galería rectangular que da al patio cuelgan ropas a secar que han sido lavadas con jabones  fabricados por las mujeres con sosa y sebo, la ropa apesta a sebo y además de tener un  dudoso color  todas lucen grandes parches, ya que cuando una sabana se rompe se  le cose un añadido y vuelta a empezar.

 En ese patio de vecinos algunas tardes la chiquillería se reúne a jugar con sus precarios juguetes hechos de cualquier cosa, ya que un cartón, una cuerda, un trozo de llanta de un coche o un tapón pone la imaginación de los niños a trabajar y pronto aparece un juguete que les entretendrá mientras sus madres escuchan las radio novelas, zurcen la ropa, sueltan los bajos de los vestidos y dan vuelta a los puños y cuellos de las camisas. Son tiempos de penuria y todo escasea, hay que avivar el ingenio y aún así cada día es un escollo inmenso que hay que sortear y cuando este termina, otro y otros vendrán y serán igual de difíciles terminarlos con algo comestible en el puchero.    

 Pocos niños acuden al colegio y estos pocos son sacados muy jóvenes ya que tienen que aportar con su trabajo a que la familia pueda sobrevivir. No obstante la vida sigue y la calle (entonces sin apenas coches) también es el escenario de risas infantiles y de numerosos juegos: la comba, la rayuela, el escondite, las chapas y por supuesto los tebeos, ninguno de su propiedad ya que cuando hay unas perrillas en el kiosco se pueden alquilar. Que fantasía ser por un rato el Capitán Trueno o una maravillosa princesa besada por un príncipe recién llegado en su caballo blanco.

Al llegar la noche en los días terriblemente calurosos del verano los mayores y los críos sacan sus sillas a la calle, ya que no se puede conciliar el sueño por el calor y allí sobre la acera se forma una tertulia esperando que el transcurrir de la noche afloje ese inmenso calor y poder volver a sus camas.

En esta vida precaria la solidaridad entres los vecinos, hace que los innumerables problemas diarios se vayan solucionando con las ayudas de unos a otros, todos conocen la vida de los demás y al final son una gran familia, algunas veces bien avenida y otra no tanto.

La vida pasa y de este  viejo barrio los más jóvenes se fueron yendo, volaban a lo que ellos pensaban que era una vida mejor, una pequeña casa en los extrarradios en bloques todos iguales y apretados como colmenas, pero que contaban ya con un pequeño baño, todo un lujo que antes nadie o muy pocos se podían permitir.

 Los que quedaron, al igual que sus casas se fueron haciendo más viejos, y viejos y casas fueron cayendo, unos marchaban al cementerio y otras se desmoronaban y terminaban bajo la piqueta.

Un fatídico día una de las casas más viejas cayó y con ella, como fichas de dominó, todas las demás. Pronto entraron las excavadoras y los especuladores allí y se levantaron grandes torres de hormigón a precios carísimos, edificios impersonales para vecinos impersonales, gente que por supuesto jamás llamaría a la puerta de al lado para pedir un poco de sal, ya no se escucharán las radio novelas por la tarde en tertulia, ahora los vecinos no se conocen, les molesta coincidir en el ascensor y las puertas blindadas siempre son cerradas con varias cerraduras.

De este viejo barrio ya muy pocos se acuerdan, sus calles llenas de coches no tienen nada que ver con aquellas empedradas por las que apenas transitaba algún coche, por donde con gran regocijo de la chiquillería llegaban a repartir la cerveza unos grandes carros tirados por dos  enormes caballos percherones  que en  su esfuerzo por subir la cuesta hacían saltar chispas de sus  pezuñas.

Viejo barrio.

1 comentario:

MARIA JESUS dijo...

Muy bonito Carmen, yo a veces pienso sin con tanto apretarnos el cinturón no nos estarán abocando otra vez a eso, a nosotros no, a nuestros nietos. Un besito.

LA AUTORA

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